Reconozco que no me gustan las falsificaciones. El otro día vi una mujer con un carro de la compra roñoso, unos pantalones de chandal sin ningún brillo, mechas pajizas y una sudadera cón más manchas que el carro. Pero eso sí, llevaba un Louis Vuitton más falso que Judas colgado del brazo como si fuera oro en paño. En Francia, por eso, no pasas la aduana y te hacen pagar el precio de un original.
No sé quién decía que no se fiaría nunca de una mujer que llevara un bolso falso, porque nunca sabía en qué más le podía engañar. No sé, igual tiene razón y mejor no fiarse del quiero y no puedo.
Pero hay que reconocer que hay falsificaciones casi perfectas. Pero eso ya es arte. En el Victoria and Albert Museum de Londres (sí, cuando voy de viaje suelo ver algo más que tiendas) hay dos salas de reproducciones de piezas de museos. Son un gusto, la verdad, porque tener al David de Miguel Angel junto a La escuela de Atenas de Rafael no pasa todos los días. En cambio, los miramos con desprecio porque son falsos. Y luego, sin ningún remordimiento nos vamos a Zara. Se cuenta que cuando Amancio Ortega conoció a Marc Jacobs le espetó que él era su mejor cliente, porque cada año compraba todas sus colecciones para copiarlas. En fin... Luego hemos pagado por ellas menos de 50 euros. Con la disculpa de la ignorancia...
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